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.........DE GALLOS FLACOS Y TEMPLOS GRANDES

En Abiyán, los gallos cantan a las 3 y media de la mañana. Es mi hora de despertar cada noche, beber agua para recuperar lo que he sudado y dormirme de nuevo. Sin embargo, esta noche los ejemplares de la calle de al lado me han desvelado y casi despuntaba el alba cuando yo aún daba vueltas atormentado por el calor y sus kikirikíes afónicos. Bueno, que canten lo que quieran, porque aquí los gallos, por escuchimizados que sean, acaban en la olla en menos que canta un ídem.

Hoy he visitado el lugar de la avalancha, en las inmediaciones del estadio Félix Houphouët-Boigny, en el céntrico barrio de Plateau. Aún podían verse los restos de la tragedia, en forma de zapatillas y chancletas perdidas y amontonadas junto a otros restos de basura.

La ONG Save the Children ha recibido el encargo de prestar apoyo psicológico a víctimas y familiares de la tragedia de Nochevieja. Otra de sus misiones, más compleja, será la de poner en contacto a decenas de niños que sobrevivieron a la avalancha. Algunos son de muy corta edad, por lo que apenas pueden dar señas que faciliten la búsqueda de sus padres, máxime cuando hasta ahora han sido identificadas tan solo 15 de las 61 víctimas mortales.

El gobierno se ve desbordado, sin apenas recursos para montar una morgue en condiciones y, por el momento financiará únicamente la atención médica de los heridos. Son las consecuencias añadidas de una catástrofe en el Tercer
Mundo. Pasadas las 24 horas de rigor, no las encontrarán en ninguna portada europea.

Después de la visita, me he movido solo por la ciudad, -a cuyas peculiaridades ya me he amoldado- y, además de callejear por las polvorientas avenidas de Plateau, he podido subir a lo más alto de la catedral de la ciudad. Es esta una mole monstruoide, estilizada y de hormigón visto, cuya cruz de setenta metros desafía a la gravedad y ofrece unas panorámicas no aptas para personas con vértigo. Allí me encaramé, en un edificio cuya primera piedra fue bendecida por Juan Pablo II en 1980. En el interior del templo se refugiaron centenares de personas durante la batalla de Abiyán de hace dos años y en él se respira una paz que ni el monótono sonido de las goteras logra disipar.

El monumento fue un encargo del presidente Félix Houphouët-Boigny (el que da nombre al estadio), padre de la independencia del país y del que todos los dirigentes, amigos y enemigos, se consideran herederos.

La megalomanía de la construcción de Abiyán se vio superada unos pocos años después cuando el presidente pagó de su bolsillo una basílica a imagen y semejanza de la del Vaticano, erigida en Yamoussucro y carente del encanto de su gemela y de fieles.

Las vistas de Abiyán son impresionantes, la laguna, el puente de Charles de Gaule y las fabelas de los barrancos cercanos al parque de Banco, una inmensa y profunda selva a las afueras de la ciudad donde aún se esconden guerrilleros.

Paseando por las calles de Abiyán fui fijándome en las maneras de sus habitantes. Su caminar pausado, cómo llaman la atención a un taxi o un amigo emitiendo un sonido como de beso, el deleite de comer todo con las manos o la
manera de llevar gallinas y pollos colgando de la mano como si fueran bolsas de la compra.

Esos mismos pajarracos son los que me despertarán esta noche a las tres y media de nuevo. Hoy, cuando me cene medio ejemplar, no lo haré con resentimiento, sino con adelantada nostalgia. Dentro de dos días abandono un continente que me dejará huella a buen seguro. Y, entre otras muchas cosas, echaré de menos el cantar rasgado y tunante de los gallos de Abiyán.





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