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.......ASIA A UN LADO, AL OTRO EUROPA

... Y allá a su frente Estambul.

Durante años, la tierra que hoy he hollado, fue territorio comanche. Cristiano que lo pisaba, cristiano que la espichaba. Y viceversa en nuestra casa. De hecho, para Occidente y la Cristiandad, esta esquina del Mediterráneo fue durante siglos sinónimo de enemigo. Esta tierra presenció los últimos estertores del Imperio Romano. Contra "El Turco" se libraron cruzadas y fueron sus hordas las que dejaron a Cervantes una mano seca en Lepanto. Contra los turcos se las vio también el capitán Alatriste y fueron los vengativos turcos -según Bram Stoker- los que, mediante argucias, arrojaron al conde Drácula en los brazos del demonio. Fue también el ejército otomano el que desató la cólera de Lawrence de Arabia en las arenas del desierto durante la Primera Guerra Mundial. Vamos, que palos nos hemos dado hasta hartar entre la cruz y la media luna.

Una de las características de viajar solo es que, al descubrir nuevos lugares y estar ausente de charla, la imaginación se desboca. Así, se asocian nuevas realidades a todo un imaginario histórico y legendario. De ahí mi introducción.

Ayer en Abiyán, leyendo a Alexander von Humboldt y sus peripecias por las Indias Españolas leí una frase que me gustó y que ahora reproduzco: "[...]Así es de maravillosamente dinámica la fantasía del hombre, eterno manantial de sus alegrías y dolores". Hoy descubrí que Estambul entra a raudales por los cinco sentidos para desatar la fantasía pueril de los viajeros quijotescos como servidor.

LA VISTA
Visité Santa Sofía, a donde entré gratis tras acreditar que soy periodista. Las paredes de este antiguo templo edificado cuando Estambul era Constantinopla oyeron ruido de espada, y oración. Hoy lo que oyen los mosaicos bizantinos son el cotorreo de los turistas y el revoloteo de las palomas que anidan en sus bóvedas. Otro punto interesante es el palacio de Topkapi. Orientado hacia el estrecho del Bósforo, un día estuvo presto a la defensa de la ciudad. Igual que Troya, que a tan solo unos kilómetros, vio con horror en el horizonte las velas de Agamenón. Precisamente, a los barcos de recreo que navegaban en las tranquilas aguas del Bósforo los convertía yo esta mañana en temibles flotas soltando amarras rumbo a la conquista de Grecia o de los Balcanes.

EL OÍDO
El "skyline" de la ciudad tiene como protagonistas indiscutibles a los miranetes y las cúpulas. Hay miles de mezquitas, entre las cuales destaca la llamada "Azul", a donde pude entrar descalzo y sin sombrero. Estos templos coronan cada colina de la ciudad, alguna incluso está enclavada en medio del mar. Es por ello que, cuando llega la hora de la oración, los ecos espectrales y profundos de los imanes parten el cielo turco y espantan a las gaviotas, proporcionando al viajero la sensación de estar en otro mundo.

EL OLFATO
Quien se haya perdido entre las callejuelas del Bazar de las Especias sabrá de qué hablo. Cientos de cestas llenas de hierbas aromáticas y condimentos colorean los establecimientos de los bulliciosos mercaderes. El viajero, si consigue abrirse paso entre el gentío que desfila tranquilo cada tarde por el bazar, podrá sentir las ráfagas de aromas suaves y profundos, dulces y amargos, que acosan a sus narices al doblar cada esquina. Café, té, menta, orégano, pimentón, cardamomo, canela o decenas de tabacos aromáticos... Todos los olores penetran en el recuerdo del visitante para quedarse.

EL GUSTO
Podría hablar de los cientos de dulces que forman parte de la repostería turca y que deleitarían al más goloso de los viajeros. Pero me quedo con un sabor que no por ser conocido, merece menor atención: El döner kebap. Me trasegué uno junto al puente Gálata. Fue una experiencia deliciosa. Como comer una paella en Valencia.

EL TACTO
Elijo la suavidad de las pashminas y la aspereza de las alfombras expuestas en el Gran Bazar. A todas horas se me ofrecían de las últimas. Al ver los tenderos que conmigo no había negocio, optaban por entablar conversación, que versaba siempre sobre mi procedencia. Los vendedores turcos ofrecen sus mercancías pero no cansan al turista con insistencias y pesadeces. Son amables y chapurrean varias lenguas, lo que les permite atraer clientes en la versión comercial de la torre de Babel.

Pero sin duda lo mejor del día para mí fue cruzar el Bósforo. Este estrecho conecta el mar Negro con el de Marmara, pero sobre todo separa geográficamente los continentes de Europa y Asia. La última vez que crucé esa frontera fue por tierra y de noche, mucho más al Norte, cuando atravesé los Urales en el Transiberiano. Esta vez fue en barco, en unas aguas infestadas de medusas y salvadas por un gigantesco puente que une ambos mundos.

Mirando a la parte asiática al atardecer, aterido por un frío negro que ya me está pasando factura (de África vine mal equipado para el invierno), pensé en que era una suerte que se hayan enterrado las viejas enemistades.

Uno de los tenderos con los que hablé me dijo tocándose el corazón: "España, Italia, Turquía....: todos mediterráneos. ¡Amigos!". Igual lo decía para venderme un juego de té, pero este país, con sus encantos para los sentidos, me ha demostrado una vez más lo estúpidas que resultan las enemistades humanas cuando se fundamentan en una cordillera o unas millas de agua salada. Por ello, prometo que volveré a cruzar el Bósforo para conocer mejor Turquía. En son de paz.












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