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.......ASIA A UN LADO, AL OTRO EUROPA

... Y allá a su frente Estambul.

Durante años, la tierra que hoy he hollado, fue territorio comanche. Cristiano que lo pisaba, cristiano que la espichaba. Y viceversa en nuestra casa. De hecho, para Occidente y la Cristiandad, esta esquina del Mediterráneo fue durante siglos sinónimo de enemigo. Esta tierra presenció los últimos estertores del Imperio Romano. Contra "El Turco" se libraron cruzadas y fueron sus hordas las que dejaron a Cervantes una mano seca en Lepanto. Contra los turcos se las vio también el capitán Alatriste y fueron los vengativos turcos -según Bram Stoker- los que, mediante argucias, arrojaron al conde Drácula en los brazos del demonio. Fue también el ejército otomano el que desató la cólera de Lawrence de Arabia en las arenas del desierto durante la Primera Guerra Mundial. Vamos, que palos nos hemos dado hasta hartar entre la cruz y la media luna.

Una de las características de viajar solo es que, al descubrir nuevos lugares y estar ausente de charla, la imaginación se desboca. Así, se asocian nuevas realidades a todo un imaginario histórico y legendario. De ahí mi introducción.

Ayer en Abiyán, leyendo a Alexander von Humboldt y sus peripecias por las Indias Españolas leí una frase que me gustó y que ahora reproduzco: "[...]Así es de maravillosamente dinámica la fantasía del hombre, eterno manantial de sus alegrías y dolores". Hoy descubrí que Estambul entra a raudales por los cinco sentidos para desatar la fantasía pueril de los viajeros quijotescos como servidor.

LA VISTA
Visité Santa Sofía, a donde entré gratis tras acreditar que soy periodista. Las paredes de este antiguo templo edificado cuando Estambul era Constantinopla oyeron ruido de espada, y oración. Hoy lo que oyen los mosaicos bizantinos son el cotorreo de los turistas y el revoloteo de las palomas que anidan en sus bóvedas. Otro punto interesante es el palacio de Topkapi. Orientado hacia el estrecho del Bósforo, un día estuvo presto a la defensa de la ciudad. Igual que Troya, que a tan solo unos kilómetros, vio con horror en el horizonte las velas de Agamenón. Precisamente, a los barcos de recreo que navegaban en las tranquilas aguas del Bósforo los convertía yo esta mañana en temibles flotas soltando amarras rumbo a la conquista de Grecia o de los Balcanes.

EL OÍDO
El "skyline" de la ciudad tiene como protagonistas indiscutibles a los miranetes y las cúpulas. Hay miles de mezquitas, entre las cuales destaca la llamada "Azul", a donde pude entrar descalzo y sin sombrero. Estos templos coronan cada colina de la ciudad, alguna incluso está enclavada en medio del mar. Es por ello que, cuando llega la hora de la oración, los ecos espectrales y profundos de los imanes parten el cielo turco y espantan a las gaviotas, proporcionando al viajero la sensación de estar en otro mundo.

EL OLFATO
Quien se haya perdido entre las callejuelas del Bazar de las Especias sabrá de qué hablo. Cientos de cestas llenas de hierbas aromáticas y condimentos colorean los establecimientos de los bulliciosos mercaderes. El viajero, si consigue abrirse paso entre el gentío que desfila tranquilo cada tarde por el bazar, podrá sentir las ráfagas de aromas suaves y profundos, dulces y amargos, que acosan a sus narices al doblar cada esquina. Café, té, menta, orégano, pimentón, cardamomo, canela o decenas de tabacos aromáticos... Todos los olores penetran en el recuerdo del visitante para quedarse.

EL GUSTO
Podría hablar de los cientos de dulces que forman parte de la repostería turca y que deleitarían al más goloso de los viajeros. Pero me quedo con un sabor que no por ser conocido, merece menor atención: El döner kebap. Me trasegué uno junto al puente Gálata. Fue una experiencia deliciosa. Como comer una paella en Valencia.

EL TACTO
Elijo la suavidad de las pashminas y la aspereza de las alfombras expuestas en el Gran Bazar. A todas horas se me ofrecían de las últimas. Al ver los tenderos que conmigo no había negocio, optaban por entablar conversación, que versaba siempre sobre mi procedencia. Los vendedores turcos ofrecen sus mercancías pero no cansan al turista con insistencias y pesadeces. Son amables y chapurrean varias lenguas, lo que les permite atraer clientes en la versión comercial de la torre de Babel.

Pero sin duda lo mejor del día para mí fue cruzar el Bósforo. Este estrecho conecta el mar Negro con el de Marmara, pero sobre todo separa geográficamente los continentes de Europa y Asia. La última vez que crucé esa frontera fue por tierra y de noche, mucho más al Norte, cuando atravesé los Urales en el Transiberiano. Esta vez fue en barco, en unas aguas infestadas de medusas y salvadas por un gigantesco puente que une ambos mundos.

Mirando a la parte asiática al atardecer, aterido por un frío negro que ya me está pasando factura (de África vine mal equipado para el invierno), pensé en que era una suerte que se hayan enterrado las viejas enemistades.

Uno de los tenderos con los que hablé me dijo tocándose el corazón: "España, Italia, Turquía....: todos mediterráneos. ¡Amigos!". Igual lo decía para venderme un juego de té, pero este país, con sus encantos para los sentidos, me ha demostrado una vez más lo estúpidas que resultan las enemistades humanas cuando se fundamentan en una cordillera o unas millas de agua salada. Por ello, prometo que volveré a cruzar el Bósforo para conocer mejor Turquía. En son de paz.












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.........¡CIAO, ÁFRICA!

A pocas horas de subirme en un avión rumbo Estambul, toca despedirme de África. Ha sido esta una experiencia intensa. Dulce y amarga a un tiempo, con múltiples altibajos, descubrimientos, sorpresas y algún sinsabor. En este viaje diría que no he hecho "turismo". Cada día era un descubrimiento de realidades diferentes, a veces duras, y de momentos inolvidables.

Me he cruzado con muchas personas en Costa de Marfil. Durante los primeros días me costó abrirme al país y a sus gentes, pero cuando lo hice descubrí grandes personas dispuestas a echar un cable cuando se necesita. Es por ello que querría darles las gracias, a los marfileños -de los cuales me despedí con tres golpes en la sien- y a los expatriados, por hacer de mi viaje una experiencia más agradable si cabe. Mención especial merece la organización Save the Children, que me ha abierto sus puertas permitiéndome ver cómo se combaten las injusticias en primera línea. Y sobre todo gracias a Anne Laure, mi guía por estos parajes, por brindarme la oportunidad de conocer este continente de una manera tan auténtica como esta y por cuidarme tan bien siempre.

El miedo y los prejuicios son siempre malos compañeros de viaje, que por suerte desterré al poco tiempo de aterrizar. Me marcho de África de una pieza, bien de salud, y habiendo soportado aceptablemente el calor ecuatorial, que por esta época se suaviza con el Harmattan, un viento seco y polvoriento que viene del Sahara.

Atrás dejo un país fascinante, trágico, hermoso y desigual. Le deseo suerte, empezando por los familiares de las víctimas de la avalancha de Nochevieja. Y le deseo también que aproveche la oportunidad de vivir por fin en paz para afianzarla y repartir sus inmensas posibilidades de futuro entre todos sus habitantes. A ellos, voluntad no les falta.

Aquí se quedan las selvas, los lagartos rojos (a los que me he pasado las últimas horas alimentando con libélulas ahogadas), las calles polvorientas, el plátano frito, las serpientes, las escuelas de adobe, los mosquitos, los cascos azules, las lagunas y los manglares, las playas paradisíacas, el viejo chimpancé, los kalasnikov y, sobre todo, las amplias y limpias sonrisas de los niños. Se quedan, pero un poco de todo ello me llevo en mi macuto. Otro bolsillo repleto de una parte remota del mundo.

Mañana aprovecharé mi escala en Estambul, para llevarme otro pellizco.

¡Hasta la próxima, África!


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MISIÓN EN TIASSALÉ

Hace un rato hemos vuelto a Abiyán. El día de hoy fue tremendamente interesante -quizá el que más- desde todos los puntos de vista: aventurero, zoológico y antropológico. Me explico. Después de muchas gestiones, entre otras firmar un documento en el que descargaba de responsabilidad a la ONG si me ocurría algo malo, conseguimos que me permitiesen ir de acompañante en una misión de Save the Children. Con el chófer Joshué y el jefe de misión Olivier, ambos marfileños, Anne y servidor cargamos un todoterreno de la organización con abundante material de oficina y partimos rumbo Norte.

Una parte de la misión consistía en entregar el material en una oficina gubernamental de educación situada en el pueblo de Tiassalé, que da nombre a toda una región del país.

Tras un par de horas de viaje sin contratiempos, llegamos a la oficina, donde todo fueron saludos protocolarios y atenciones. Las cosas aquí se hacen con la calma. El ritmo marfileño puede poner a prueba los nervios de los europeos, pero si se tolera, ofrece a cambio la posibilidad de confraternizar sinceramente con los locales.

Hecha la entrega, de cuya supervisión se encargaba una señora de tan vistosa vestimenta y generosas carnes como buen humor, proseguimos el camino. Nuestro destino serían tres aldeas tan remotas, que la guerra apenas las rozó. Los responsables de la ONG tenían el encargo de revisar las obras de tres escuelas que cofinancia Save the Children junto a los lugareños.

Para llegar a Deisbko, a Asumakro y a Pascalekro, abandonamos carreteras flanqueadas por extensos arrozales para adentrarnos por pistas de tierra roja plagadas de baches que en ocasiones parecían verdaderos accidentes geográficos. Los caminos, cuyo polvo teñía de rojo la vegetación de las cunetas, se adentraban en la selva más profunda, en cuyos claros, jalonados de pétreos termiteros, sisean la temida mamba negra y otras bichas. Un temible ejemplar de casi dos metros cruzó ante las ruedas del poderoso todoterreno, al que detuvo sin pestañear con su reptar soberano y mortal.

A medio camino, después de un derrape inesperado con exitoso desenlace, una inmensa charca en la que había embarrancado un descacharrado camión con el eje en las últimas detuvo nuestra marcha un buen rato, aunque finalmente pudimos reanudarlo.

Llegar a las aldeas de las que hablé anteriormente tuvo mucho de mágico. Especialmente en Pascalekro. Los niños se escondían curiosos en las esquinas de las casas, construidas todas en adobe, caña y hoja de palma. Los zagales, algunos desnudos completamente y llenos de mocos, perdían poco a poco la timidez hasta acercarse y reírse de nuestras pintas, rodeándonos divertidos. Al final nos sirvieron de sonoro séquito para llegar al lugar donde nos reuniríamos con el consejo de notables: un frondoso iroko que arrojaba una sombra deliciosa a esas horas de la mañana.

Poco a poco fueron saliendo los hombres de sus casas y trayendo sillas de madera parecidas a caballetes. Hasta veinticinco señores se congregaron bajo el árbol a observar cómo los responsables de las escuelas en construcción justificaban con recibos de material de construcción la inversión del dinero donado por la ONG. Antes, nos estrecharon todos y cada uno de ellos la mano. Lo hacían ofreciéndonos la derecha, agarrándose con la otra el antebrazo y haciendo una leve reverencia con la cabeza. Entre todos aquellos hombres se encontraba el jefe de la aldea (para saludarle fuimos nosotros los que nos levantamos). Se trataba de un venerable anciano de coloridos ropajes al que reservaron el único asiento con reposabrazos. Uno de los notables le explicaba quienes éramos y a qué habíamos venido, mientras nosotros le mostrábamos nuestros respetos. Debimos de caerle en gracia porque, después de que una mujer nos ofreciera agua fresca recién sacada del pozo, el hombre hizo descorchar una herrumbrosa botella de un extraño vino dulzón para darnos la bienvenida. Sirvieron la bebida en unos vasos del que bebieron todos los notables primero y después nosotros. Insisto, pura magia. En medio del protocolo, estuve tentado de gritar "¡Shikaka!" a ver si pasaba algo (los que han visto Ace Ventura, Operación África saben de qué hablo).

Mientras los miembros de la ONG cumplían con la burocracia, yo observaba el lugar y a veces departía -como podía- con alguno de los hombres congregados. En un momento dado comenzó una discusión sobre cuántos niños había en la zona. Las versiones oscilaban desde las 400 hasta las 2.500 criaturas. El caso es que alguna de ellas observaba curiosa la asamblea, apoyada en los respaldos de las sillas.

En cierto momento, uno de los hombres se interesó por mi IPhone y otro me ofreció una mujer local, desatando claro las carcajadas de todos los presentes. Tuve que decir que el móvil era un regalo de mi esposa española para salir al paso de ambas propuestas.

Las nuevas escuelas en cuestión, que aún no tienen la certificación oficial como tales y que atienden profesores voluntarios sin apenas formación, estaban a medio terminar, pero tenían ya mejor pinta que las antiguas. Eran éstas unos chamizos de barro con pupitres de madera hacinados frente a viejas pizarras cuyas tizas se esconden por la noche. Ardo en deseos de enseñarles las fotos a mis alumnos, a ver qué comentan.

Hechas las comprobaciones sobre la marcha de las obras (que se alargaron todavía durante un par de horas) nos pusimos de nuevo en ruta hacia otros poblados para repetir la operación.

Los habitantes de esta parte de la selva viven principalmente del cultivo de cacao. Pude ver el fruto entero, amarillo y rugoso pendiendo de los árboles, y sus semillas secándose al sol en medio de las aldeas, a las cuales perfumaban con el olor del Cola-cao.

Pasaba ya la hora de comer cuando abandonamos por fin la selva para volver a Tiassalé, donde contemplé con curiosidad a un paisano paseando un mono de la correa, como si fuera un caniche. Debíamos recoger allí las facturas de otra escuela y también una motocicleta de montaña que nos esperaba en el patio de la dirección del hospital general de la zona. De lo último nos encargamos Joshué yo, mientras Anlor y Olivier cumplimentaban el papeleo en la otra punta del pueblo. Eso sí, lo hicimos después de trasegarnos un merecido plato de alloko (plátano frito) y huevo duro.

La moto en cuestión fue prestada por la ONG hace dos años al hospital, durante la crisis (así le llaman a la última guerra). El préstamo se debió a la necesidad de movilidad de los pocos médicos locales para combatir múltiples brotes de cólera que se desataron en aquellos meses.

De nuevo, para algo tan sencillo como recoger una cosa, se impuso el ritmo tropical. Una secretaria que nos entretuvo un buen rato, nos pasó al despacho del jefe de vacunación, que nos conminó a sentarnos en la consulta mientras despachaba parsimoniosamente a dos pacientes.

Pasado el rato, éste nos llevó al despacho del director (encerrado en él bajo llave), que era quien debía dar la aprobación para que nos llevásemos la dichosa moto. Otro buen rato de charla lenta e insustancial (de la cual yo no entendía ni papa). Por fin, nos devolvieron las llaves, los papeles, y la moto.

Bajamos al patio para cargarla en la ranchera y me encontré con que el jefe de vacunación nos indicaba que la subiésemos a pulso al todo terreno. No sé cuántos kilos pesaría, pero no me veía con ánimos de afrontar que se me cayese en el pie, ni siquiera estando al lado del hospital (que por cierto estaba hecho una ruina). Por ello propuse con gestos colocar un banco de madera cercano para que sirviese de rampa. Así lo hicimos y, asegurada la moto con unas cuerdas, ya estábamos listos para buscar a Anne y Olivier y regresar a Abiyán.


Sin embargo no estaba todo... ¡Aún faltaba el casco! Curioso despiste en el que por suerte reparó Joshué. Resulta que estaba guardado donde Cristo dio las tres voces, -por cierto, impoluto como el día que fue comprado-, y el jefe de vacunación tardó lo que quiso y más en ir a buscarlo.

Tanto tardó que incluso un marfileño de pro como Joshué se puso de los nervios. Sudando bajo un sol pegajoso y acosado por los mosquitos, supe el motivo más tarde.

Por fin apareció el tipo, arrastrando los pies perezoso, y con el casco de marras. Imbécil de mí, cuando ya estaba el motor arrancado se me ocurrió echar un último vistazo a la moto y me percaté de que faltaba un tornillo en el manillar. Otra hora empleamos en buscar una quincallería para colocar el tornillo.

En fin, después de todo eso, prestos a partir, con dos horas de viaje aún por delante, llamaron de la central de la ONG. Resulta que, por seguridad, los chóferes no pueden circular fuera de Abiyán más allá de las cinco de la tarde. De ahí la impaciencia de Joshué.

Eran las cinco y ocho minutos. De nada sirvió mentir que estábamos ya a medio camino. Nos ordenaron detener el vehículo y buscar una fonda donde dormir -con lo puesto- esa noche. No me habría importado hacerlo de no ser porque no tenía conmigo el anti mosquitos y porque quedarse suponía aprovechar el día de mañana para realizar otras misiones por la zona (con el riesgo evidente de perder mi vuelo de regreso).

El caso es que ya estábamos buscando alojamiento, con los ánimos bastante bajos, cuando nos llamaron de la central de nuevo. Lo habían pensado mejor, el proyecto no tenía presupuesto para pagar nuestra pernocta, así que debíamos regresar.

En el camino, ya al atardecer, nos encontramos un par de cazadores que habían robado a la selva algunas de sus criaturas y las ofrecían al mejor postor desde la cuneta. La víctimas: una rata gigantesca muy apreciada entre los nativos y una enorme serpiente pitón que yacía enroscada y con la cabeza hecha un giñapo pendiendo de la mano de su ejecutor.

Y aquí estamos por fin, de nuevo en Abiyán, en la última noche africana, y tras uno de los días más especiales de mi periplo. Los viajes siempre terminan en lo mejor, pero aún queda un largo recorrido hasta casa, hasta mi tribu y mi propia aldea. Quizás no sea ésta tan pintoresca, pero pienso que en ocasiones sí es tan mágica como Pascalekro.













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.........DE GALLOS FLACOS Y TEMPLOS GRANDES

En Abiyán, los gallos cantan a las 3 y media de la mañana. Es mi hora de despertar cada noche, beber agua para recuperar lo que he sudado y dormirme de nuevo. Sin embargo, esta noche los ejemplares de la calle de al lado me han desvelado y casi despuntaba el alba cuando yo aún daba vueltas atormentado por el calor y sus kikirikíes afónicos. Bueno, que canten lo que quieran, porque aquí los gallos, por escuchimizados que sean, acaban en la olla en menos que canta un ídem.

Hoy he visitado el lugar de la avalancha, en las inmediaciones del estadio Félix Houphouët-Boigny, en el céntrico barrio de Plateau. Aún podían verse los restos de la tragedia, en forma de zapatillas y chancletas perdidas y amontonadas junto a otros restos de basura.

La ONG Save the Children ha recibido el encargo de prestar apoyo psicológico a víctimas y familiares de la tragedia de Nochevieja. Otra de sus misiones, más compleja, será la de poner en contacto a decenas de niños que sobrevivieron a la avalancha. Algunos son de muy corta edad, por lo que apenas pueden dar señas que faciliten la búsqueda de sus padres, máxime cuando hasta ahora han sido identificadas tan solo 15 de las 61 víctimas mortales.

El gobierno se ve desbordado, sin apenas recursos para montar una morgue en condiciones y, por el momento financiará únicamente la atención médica de los heridos. Son las consecuencias añadidas de una catástrofe en el Tercer
Mundo. Pasadas las 24 horas de rigor, no las encontrarán en ninguna portada europea.

Después de la visita, me he movido solo por la ciudad, -a cuyas peculiaridades ya me he amoldado- y, además de callejear por las polvorientas avenidas de Plateau, he podido subir a lo más alto de la catedral de la ciudad. Es esta una mole monstruoide, estilizada y de hormigón visto, cuya cruz de setenta metros desafía a la gravedad y ofrece unas panorámicas no aptas para personas con vértigo. Allí me encaramé, en un edificio cuya primera piedra fue bendecida por Juan Pablo II en 1980. En el interior del templo se refugiaron centenares de personas durante la batalla de Abiyán de hace dos años y en él se respira una paz que ni el monótono sonido de las goteras logra disipar.

El monumento fue un encargo del presidente Félix Houphouët-Boigny (el que da nombre al estadio), padre de la independencia del país y del que todos los dirigentes, amigos y enemigos, se consideran herederos.

La megalomanía de la construcción de Abiyán se vio superada unos pocos años después cuando el presidente pagó de su bolsillo una basílica a imagen y semejanza de la del Vaticano, erigida en Yamoussucro y carente del encanto de su gemela y de fieles.

Las vistas de Abiyán son impresionantes, la laguna, el puente de Charles de Gaule y las fabelas de los barrancos cercanos al parque de Banco, una inmensa y profunda selva a las afueras de la ciudad donde aún se esconden guerrilleros.

Paseando por las calles de Abiyán fui fijándome en las maneras de sus habitantes. Su caminar pausado, cómo llaman la atención a un taxi o un amigo emitiendo un sonido como de beso, el deleite de comer todo con las manos o la
manera de llevar gallinas y pollos colgando de la mano como si fueran bolsas de la compra.

Esos mismos pajarracos son los que me despertarán esta noche a las tres y media de nuevo. Hoy, cuando me cene medio ejemplar, no lo haré con resentimiento, sino con adelantada nostalgia. Dentro de dos días abandono un continente que me dejará huella a buen seguro. Y, entre otras muchas cosas, echaré de menos el cantar rasgado y tunante de los gallos de Abiyán.





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............EL VIAJE DE LAS DOS CARAS (y III)

AÑO NUEVO

La cara y la cruz de la ausencia de turistas en Costa de Marfil es clara: por un lado las zonas se mantienen genuinas y auténticas. Los mercados no han sido maleados por el negocio del souvenir y a cada paso se descubren maravillas que no salen en ninguna guía. Por otro lado, da pena ver que la guerra dio al traste con una fuente de ingresos que, bien llevada, sería beneficiosa para el bienestar de los locales.

El caso es que nos alojamos en un complejo que fue turístico antes de la guerra, que fue cuartel durante, y que ahora es un conjunto de cabañas y palmeras a pie de playa que sus dueños intentan mantener a flote no sin grandes dificultades. Estábamos solo los quince del grupo de expatriados y algún local: gringos, ingleses, belgas, marfileños, y yo como representación patria. La verdad es que fue de lo más divertido despedir el año así. Pescado y langostas de puerto de mar, agua de coco, hoguera en la playa, juegos de mesa... Solo faltaron las uvas.

El hotel "Chez Laura" volvió a ser lo que era durante un par de días, un lugar donde reinaba la alegría y el buen humor, lejos de los uniformes de camuflaje y las botas militares.

Y así comenzó el año. Acabamos hace un rato de regresar a Abiyán. Miro al cielo naranja de la ciudad, miles de murciélagos lo cruzan como cada noche, recién levantados rumbo a sus quehaceres. Hace un rato nos hemos encontrado la terrible noticia de los 60 muertos en una avalancha. Miles de personas que celebraban el año nuevo viendo fuegos artificiales. Que se deseaban un 2013 en paz.

En una tarde plácida, recibo así un nuevo sopapo, una picadura de esas tropicales que en África persiguen empañar lo bueno que este continente tiene para ofrecer a sí mismo y al mundo. Uno de esos sopapos que duelen. ¡Yako!, como dicen por aquí. ¡Mucha fuerza marfileños!







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................EL VIAJE DE LAS DOS CARAS (II)

REMONTANDO EL RÍO

Tras el episodio simiesco nos dirigimos a tomar un cayuco para cruzar una de las inmensas lagunas que salpican la zona de Grand Lahou. Está ésta jalonada de manglares y trozos de selva desprendida que navegan a la deriva merced a la corriente.

Lo de cayuco no es una exageración: navegábamos en una canoa de unos diez metros de larga por metro y medio de ancha, tablones descoyuntados, y un motor que conoció mejores épocas. Junto a nosotros se apilaban lugareños cargados de enseres, gallinas y boniatos. La fuerza de la costumbre les permitía no temblar como yo ante los vaivenes del frágil esquife, que yo veía zozobrar a cada olita.

Así llegamos a un poblado sito en una lengua de arenas que separa el Atlántico de la laguna. Casas de palma, calles de arena, cerdos y cabras ramoneando en las zarzas de los higos chumbos... Aún quedaban vestigios de su época colonial: la administración de la metrópoli, la cárcel civil, y unos hierros retorcidos que debió de ser un mercado hace cincuenta años.

Lo que aún se mantiene es la misión católica, que un esforzado sacerdote se afana en mantener viva. Se compone de una hermosa iglesia construída hace 100 años por los misioneros, una escuela, un rústico dispensario y un altar a la Virgen.

Sorprendimos al buen padre sietesteando en una colchoneta bajo las palmeras, pero apenas se hubo quitado la modorra, nos ofreció una agradable compañía y algunas curiosidades del lugar. Como por ejemplo, que en una década puede que éste haya desaparecido. "Rezo a Dios cada día para que no ocurra, pero la naturaleza es imparable". La fuerza del océano Pacífico y la ausencia de espigones o defensas que protejan la estrecha porción de tierra en la que está enclavada la aldea, provocará que el gran azul la fagocite para unirse con la laguna antes o después.

Jones, un buen hombre al que ayudamos a descargar unos paquetes del cayuco, Completó la guía del poblado muy amablemente. Al llegar a una boca de mar donde chocan las procelosas aguas del océano con las de la laguna, señaló unos hierros retorcidos que apenas sobresalían entre las aguas a unos cien metros de la orilla. "Hace veinte años era la casa del farero".

Observando a un chaval con una camiseta en la que se leía "Mikel" lanzar la red a las aguas que cubren lo que en su día era parte de su pueblo, volvimos a tierra firme.

Esa noche cenamos un gallo guisado con especias del lugar y acompañado de una fritadita y arroz blanco. Era lo primero que comía en el día, a excepción de medio huevo duro que ingerí de buena mañana. El calor me quita el apetito, pero al caer la tarde despierta de nuevo, igual que los mosquitos de la malaria.

Madrugamos al día siguiente para negociar con un pescador local el alquiler de su chalupa. Con ella pretendíamos explorar la región con mayor profundidad. Era domingo y el hombre no saldría a pescar ese día, así que tras arduas negociaciones logramos nuestro objetivo. Nos encomendó a sus dos hermanos pequeños, a los que no parecía hacer mucha gracia trabajar de patrones ese día, aunque al final se lo pasaron en grande. Además se ganaron unos cefas extra al cruzar de parte a parte de la laguna a varios pasajeros que aprovecharon nuestras primeras millas de navegación.

Remontando el río en silencio, me asaltaban imágenes "del corazón de las tinieblas" o de Apocalypse Now, y miraba a la profundidad de la selva con la impaciencia que debió de guiar al doctor Livingstone en sus primeras incursiones en el África más profunda. De vez en cuando nos deteníamos en minúsculas aldeas selváticas en las que la presencia del hombre blanco era recordada apenas.

Los niños eran allí tremendamente curiosos y risueños. "Le blanc, le blanc!", nos llamaban. Con ellos estuvimos media mañana jugando en una playa, como la gran novedad. Los mayores, mientras, cantaban la gloria de Dios con ritmos africanos en cabañas con una cruz en lo alto.

El ocaso nos sorprendió de regreso a tierra firme, con la sensación de haber viajado no solo por lugares remotos, sino a tiempos lejanos. Nuestro nuevo destino sería Jacquville, otra aldea costera donde celebraríamos la entrada de 2013 en compañía de una docena de expatriados.









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.…................EL VIAJE DE LAS DOS CARAS (I)

EL ÚLTIMO PRIMO

Lamento el silencio blogueril de los últimos días, pero hemos estado viajando por el Oeste y esto es África. Esta mañana, cuando iniciábamos el camino de regreso a Abiyán, con las pilas cargadas y la mar de contentos, nos hemos topado con que ayer hubo sesenta muertos en una avalancha.

Esta experiencia me da alegrías y sopapos a cada momento. De ahí el título del capítulo. Es como la vida misma, pero condensada. Mi amigo Jon me comentaba que mi escritura es en este viaje más áspera que en otras ocasiones. Si soy sincero, hasta ahora no acababa de encontrar mi sitio aquí. He pululado por lugares pintorescos y poco desarrollados, pero esto es otro rollo. A la miseria y desestructura reinante, se une una sensación de inseguridad que como visitante no había logrado sacudir del cuerpo hasta ahora. Demasiadas restricciones, demasiadas recomendaciones, demasiadas zonas y horarios vetados... Y alguna mala experiencia.

Pero salir de Abiyán me ha recordado porqué estoy aquí: para conocer y disfrutar de una parte de un continente especial. Quizás el más especial de todos.

Salimos de la ciudad hace cinco días muy temprano, en un todoterreno de la ONG pilotado por Madí, gran chófer y amigo. La matrícula diplomática de nada sirvió cuando, al acercarnos a un control, un soldado con pinta de guerrillero nos dio el alto.

Es verdaderamente extraño que los militares detengan coches de la ONG, así que, mientras el oficial se cuadraba junto a la ventanilla del coche, dentro podía palparse la tensión. Tenía los ojos oxidados y la mirada perdida, como de yonki. El sudor afilaba aún más sus rasgos ya de por sí enjutos, estaba mal afeitado y su uniforme, boina y cartucheras estaban llenas de rotos y descosidos.

Durante un buen rato nos trató de convencer de que le diésemos dinero, diciendo que el gobierno no les paga y que en esas condiciones poco pueden defender al pueblo. Los secuaces que lo flanqueaban portaban kalashnikovs y caras de inquina similares a las de su jefe.

Al final, le convencimos de que las directrices explícitas de "Save the Children" son de no dar dinero a nadie y, aunque de mal grado, nos dejó continuar. Es frecuente que los finales en situaciones similares sean bien distintos, especialmente si se viaja en vehículo privado. Existen múltiples elementos incontrolados en un ejército que fue el foco de oposición más importante al actual presidente durante la guerra de hace dos años. Es por ello que, si hubiera "insistido" un poco más le habríamos dado lo que pedía para evitar riesgos.

Digerido el trago, nos adentramos en el campo marfileño, atravesando selva y enormes plantaciones de palma, cacao y caucho. Nuestro destino: Grand Lahou, un área de tierra atravesada por canales, ríos y lagunas. El verde contrasta allí con el rojo de los caminos, y los campesinos se parten el espinazo -literalmente- a machetazos, a falta de maquinaria.

A medio camino paramos en Dabou, un pueblo bullicioso de chabolas y calles sin asfaltar donde vive el sobrino de Madie. Nos mostró su casa, su mujer, sus hijos, primos, tías y abuela. La familia al completo destripaba pescado a la sombra de un árbol, para asarlos luego y venderlos en el mercado.

La amabilidad de las personas, su sonrisa permanente y sus saludos efusivos, iban disipando de mi cabeza las barriadas de Abiyán, las restricciones y el soldado de mirada oxidada. Pero no el ambiente de posguerra.

La zona que transitábamos fue una de las que sufrió el enfrentamiento civil de hace dos años con mayor virulencia. También Abiyán. Madí nos contó su experiencia y la de su familia. Todos salieron bien parados de aquella locura colectiva. No está mal en un país que dejó 3.000 muertos en el camino, pero ante sus ojos desfilaron horrores que no merecen ser descritos en esta bitácora.

Grand Lahou. Sin los estragos de la guerra seria el paraíso. Casi todas las infraestructuras están en un estado pésimo. Fue un destino turístico boyante en el pasado, como boyante era el país entero, pero de ello no queda ni un vestigio. Es por ello que el viaje por la zona fue una auténtica exploración.

Después de encontrar una fonda con mucho encanto pero ninguna promoción, nos dirigimos a un enclave llamado "La isla de los chimpancés". Es en efecto una isla en medio de un gran río, donde antaño hubo una colonia de chimpancés salvajes. De hecho, Costa de Marfil era una de las mayores reservas naturales de nuestros primos, pero la violencia entre humanos también afectó a estos animales -víctimas del furtivismo salvaje-. En una década se han reducido en un 90%.

El caso es que hasta hace unos meses quedaban cuatro chimpancés salvajes en la isla, pero se han muerto tres. Así pues solo mora en ella un viejo simio oscuro y canoso, con sus capacidades mermadas y al que la cercanía del hombre ha desprovisto de todo salvajismo. Cuando nuestra canoa llegó a la playa, en seguida se acercó curioso a sisarnos comida y mimos, a cambio de un puñado de monerías.

No se separó de nosotros, como un ancianito de asilo que se emociona cuando recibe visitas. La verdad es que fue impresionante sentir sus manos y mirar a los ojos a un ser tan fascinante y cercano.

Por desgracia, el viejo mono pronto morirá, y con él la especie que da nombre a su isla. Y todo porque sus parientes, entretenidos en exterminarse, no supieron ni quisieron protegerle.



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